domingo, 2 de abril de 2017

Corregir al que yerra

La actitud profunda de todo cristiano es la caridad, el amor, que tiene muchas expresiones como la misericordia, la justicia, fraternidad, etc., y que, a su vez, tienen múltiples concreciones. Y esto no únicamente para los cristianos, sino para todos, porque considero que todos hombres hemos sido creados por amor y para amar, y sólo en el amor encontraremos la felicidad personal y comunitaria.
Una de las concreciones de la misericordia y la fraternidad y que, en ocasiones, tiene que ver con la justicia, es la corrección del que hierra, del que se equivoca. ¡Y quien no se equivoca alguna vez! Yo me equivoco muchas veces al día y de muchas maneras, nos comportamos mal con pensamientos, palabras, obras y omisión. De algunos errores nos damos cuenta nosotros mismos; bien nuestra mente o bien nuestra conciencia nos avisan de nuestros errores y lo sabio es cambiar. Pero otras veces no somos conscientes de nuestras equivocaciones y otras lo somos pero no queremos cambiar; por eso necesitamos que alguien nos advierta de lo equivocados que estamos. Todos lo necesitamos. Decía Benedicto XVI: «La corrección fraterna es una obra de misericordia. Ninguno de nosotros se ve bien así mismo, nadie ve bien sus faltas, por eso es un acto de amor, para complementarnos unos a otros, para ayudarnos a ver mejor, a corregirnos».

Tenemos que saber aceptar la corrección y saber corregir. Tenemos que reconocer que si nos cuesta aceptar buenos consejos, más nos cuesta, normalmente, el que otros nos corrijan, sean estos nuestros padres, los miembros de nuestra familia, nuestros verdaderos amigos, los agentes de la autoridad, los profesores, los vecinos, los sacerdotes, los otros, sean quienes sean. Somos orgullosos, engreídos y creídos. Nos cuesta dar el brazo a torcer. Habitualmente no tenemos la actitud de humildad que nos invita a caminar en la verdad, pero tenemos que recordar el refrán que dice: “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Para aceptar la corrección tenemos que cultivar las actitudes de humildad, la verdadera libertad, la búsqueda del bien y la verdad por encima de nuestros mismos intereses y comodidades; no rechazarla por intolerancia, jactancia o fanfarronería, por creernos buenos y justos.

Pero también tenemos que saber corregir. Y no es fácil, sino más bien difícil. Siempre lo ha sido, y más ahora en tiempos de individualismos, relativismos y de la pos-verdad, cuando decimos que cada uno es libre, que no hay verdades ni normas absolutas, que cada uno tiene su verdad, que hay que ser tolerantes, que hay que respetar las decisiones ajenas como pedimos que nos respeten nuestras opciones. Tenemos que saber corregir. No podemos sin más corregir juzgando por las apariencias, sintiéndonos superiores o juzgando las conciencias y las intenciones profundas, o con desprecio y arrogancia. Tampoco sin amor, sin sabernos y sentirnos hermanos. Antes debemos ser sinceros con nosotros mismos, no pensar como el ladrón, que cree que todos son de su condición, ni ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro. Se necesita mucha prudencia, mucho amor, mucha capacidad para sufrir la incomprensión y aceptar las malas respuestas; se precisa mucha generosidad, mucho compromiso con el bien integral de la otra persona, y mucha valentía.

Corregir, advertir, llamar la atención al que se comporta mal es una obligación y un derecho. Obligación por amor, porque somos hermanos, y para no ser cómplice del mal, y derecho a ser corregido porque ninguno somos perfectos, vivimos en comunidad.

Los padres, por ejemplo, tienen la obligación de corregir a sus hijos; los profesores a sus alumnos. No son buenos aquellos que sólo alagan el oído o pasan falsamente la mano por el hombre o dicen “todo el mundo es bueno” y tragan todo. Yo doy gracias a los que a lo largo de mi vida me han corregido, y advertido de corazón.

Tenemos que aprender a corregir. La Palabra de Dios es buena escuela. Cuántas veces el Señor corrige al pueblo, al pueblo de dura cerviz y corazón de piedra. «Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete» (Ap 3, 19). Jesucristo, Hijo del Padre y hermano nuestro, es maestro en la corrección con los discípulos, los fariseos, con todos; incluso con el silencio. Él nos ha enseñado también cómo proceder: «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por la boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad» (Mt 18, 15-17). El mismo Pablo amonestó a Pedro. Aceptemos la corrección y corrijamos al que hierra.

+Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia

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