viernes, 18 de noviembre de 2016

Populismos

Escribo cuando Donald Trump ha tocado el cielo del poder USA. Parece que lo de la demagogia populista surte sus efectos. Entre los que ya no votan y los muchos descontentos que andan por el mundo, los populismos lo arrasan todo. Al final, nos arrojan encima la sorpresa, la perplejidad y hasta el miedo: ¿Qué es lo que ocurrirá con mandatos como el de este señor, a quien hemos escuchado hacer una campaña bronca y hasta insultante?

Me parece que, cuando nos llaman a depositar un voto en las urnas, no pocas veces tenemos que elegir entre lo malo y lo peor. Y a veces sale lo peor. Otras veces, lo malo. El mundo tampoco es un coro de ángeles. Ni lo son los mandatarios ni aquellos que les votamos. Votamos a los que consideramos mejores -o menos malos- pensando en lo que conviene a cada país en su momento, aun cuando los elegidos no sean santos. A pesar de las dudas, siempre hay que ir a votar, si queremos ejercer de ciudadanos...

Dicen que es la hora de los populismos. ¿Es lo mismo populista que popular? No. Los populismos se presentan engañosamente como “salva-patrias”, con la vista clavada en el poder. Luego, de lo dicho al hecho suele haber un trecho largo. En cambio, lo popular es lo que tiene sabor y olor a oveja, que dice el Papa Francisco. Aquello que más fascina de la gente sencilla y buena. La entraña sana del pueblo. Los populistas, más que al pueblo, suelen mirar a sus particulares ideologías y, por supuesto, al poder y a todo el regustillo que le acompaña.

Los movimientos populistas son la espada de Dámocles que, hoy, pende sobre nuestras cabezas. Desde luego, a no pocos nos parecen un peligro, porque pueden dar al traste con las democracias. No sé, pero algunos nos dicen que este es el miedo que nos inoculan los grandes de este mundo para mantenerse en la poltrona del Olimpo. 

¿Cuáles son las causas de que, en esta tierra de nuestros pecados, tengamos populismos que cosechan votos a mansalva? 

Básicamente tres: Primera, las crisis económicas. La falta de trabajo, el descenso del bienestar social desencadenan decepciones y precariedades. Y en las crisis es fácil manipular con promesas los sentimientos heridos; halagar los estómagos vacíos y engañar las miradas tristes de los que, a duras penas, llegan a final de mes. Segunda: los que votamos a veces somos un “pelín” ingenuos, y nos dejamos arrastrar por proclamas retóricas, frases redondas, y las promesas contundentes de aquellos que se suben a la tribuna a desmelenarse y a “darlo todo por nosotros”. Y tercera causa de los populismos: los defectos del propio “sistema neoliberal” que -según dicen los que saben- frecuentemente se muestra incapaz de gobernar sensata y generosamente buscando el bien de los ciudadanos, y cae en la trampa de las corrupciones o no vigila a los ambiciosos que sólo buscan medrar a costa del dinero de los demás. No sé si esto de la corrupción lo lleva el sistema neoliberal incorporado como “defecto de fábrica” o es que los humanos no tenemos remedio.

Desde luego, la trampa del poder es muy vieja. Tan vieja como el mundo. Jesucristo le tuvo miedo al poder. Lo tocó con sus manos, pero lo rechazó como tentación. Y es que el poder, cuando se convierte en trampolín (y trampa) para medrar, ganar dinero y olvidarse del servicio a la ciudadanía, se oscurece y hasta llega a envilecer a las personas que lo ejercen. Jesús rechazó el poder en el monte de las tentaciones, al comienzo de su misión. Es como si nos dijera: profecía y poder se autoexcluyen.
Todas estas (y seguramente muchas más) son las razones por las que triunfan los populismos, a los que ciertamente se debe mirar con un cierto recelo, cautela y sospecha.

Si miramos a la historia de los pueblos, no lejana, movimientos populistas elevaron al poder algunos líderes tan carismáticos y distintos, como Hitler, Castro, Chávez, Mussolini, Lenin y muchos más. El pueblo no es el culpable de los populismos. El pueblo suele tener una entraña sana. Los culpables son aquellos que aprovechan las aguas turbias del descontento para pescar con promesas los sabrosos peces de los votos y reconocimientos.

Eduardo de la Hera

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