martes, 15 de marzo de 2016

Un obispo sin oropeles

El pasado viernes 4 de marzo, tocaban las campanas de la catedral como locas de alegría anunciando una gran noticia. Muchos llamaron al obispado, incluso sacerdotes, para preguntar si tanto alborozo era porque teníamos ya el tan esperado nuevo obispo. Y de un obispo se trataba, pero de nuestro D. Manuel, el de siempre, el beato que reposa bajo el sagrario de la catedral, como fue su deseo.

Ya sobre las 9 de la mañana nos llegó de Roma, como un susurro al oído, que en la tarde del jueves 3 de marzo, el Santo Padre recibió al Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. En el curso de la audiencia, el Papa Francisco autorizó a la Congregación la promulgación del decreto sobre el milagro, atribuido a la intercesión del Beato Manuel González García, obispo de Palencia, fundador de la Unión Eucarística Reparadora y de la Congregación de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret; nacido en Sevilla el 25 de febrero de 1877 y muerto en Palencia el 4 de enero de 1940. El decreto fue firmado el viernes por la mañana.

Para las hermanas Nazarenas, el 4 de marzo fue un gran día, pues no solo celebraban el 106 aniversario de la fundación de las “Marías de los Sagrarios”, sino que su fundador era propuesto como modelo de santidad a toda la Iglesia universal. Si hay algo que me gusta de estas misioneras Eucarísticas de Nazaret es su testimonio de sencillez, en todas las expresiones de su vida. Estuve esa mañana charlando sobre el tema de la canonización con la hermana superiora de la comunidad, y sus palabras y sus gestos eran tranquilos, expresando más un gozo interior que la euforia de un logro conseguido. Hablaba con la mansedumbre que da la profunda simplicidad de la vida en Nazaret. Y de vuelta a mis tareas pensé: es que ni la santidad nos pertenece.

Estas hermanas, alentadas por el entonces obispo de Málaga en el año 1921 comenzaron a vivir esta espiritualidad de la vida cotidiana de Nazaret: una familia unida, un trabajo hecho misión, una mesa que compartir y un diálogo entrañable que nutre. Y mirando en profundidad, esta es la tarea de toda persona. El resto de las cosas no son necesarias y además nos agobian haciendo nuestra vida aún más artificial. El obispo Manuel González lo decía en su lenguaje y con otras palabras: «los oropeles nos separan de los demás y nos impiden ser todos con todos».

Los chavales del grupo de confirmación me ven escribir el artículo según van llegando a casa, no saben los que significa “oropel”, claro, es una palabra en desuso. Les dije que figuradamente era una falsa apariencia, ese tinte de oro dado a la hojalata que siendo de tan poco valor se disfraza de lo que no es. Los oropeles, no eran sólo los aparatosos capisayos, o los abigarrados utensilios utilizados en la liturgia, sino también la falsedad en las personas, que desean aparentar, de distintas maneras, lo que realmente no son. Todo lo contrario de lo que representa la vida diaria y sencilla de Nazaret, donde el pan es pan y el vino es vino.

Ya os digo que me edifica la sencillez de nuestras hermanas nazarenas. Y mirándoles a ellas me imagino cómo fue el que las fundó. Y así se refleja en sus numerosos escritos. D. Manuel fue un obispo, no sólo pobre, sino también sencillo, alegre, familiar, cercano, claro y sobre todo humilde, es decir, “eucarístico”. El buen pastor que, como su Señor, se parte y se reparte en alimento entregándose incondicionalmente a todos hasta entregar la vida.

Sin querer, cuando escribo estas últimas líneas, pienso en la beata Teresa de Calcuta. A falta de conocer la fecha de la canonización de nuestro Obispo bien podían celebrarse las dos el mismo día. ¡Se complementan tanto! Los dos contemplativos de la Eucaristía, uno abocado a la tarea pastoral, la otra al servicio de los más pobres. Ambos han conseguido la unificación en una necesaria y profunda vida espiritual, perdidos por los caminos de la santidad.

Antonio Gómez Cantero
Administrador Diocesano

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