miércoles, 9 de marzo de 2016

Dios entregó a su hijo por nosotros

¿Realmente era “necesario” que Jesús muriera en la cruz?, ¿era su destino ineludible?, ¿estaba escrito? Y, algo que nos atañe más de cerca: nuestra condición de cristianos, ¿pasa inevitablemente por la heroicidad de la cruz? En otras palabras, ¿necesitaba o quería Dios que su Hijo muriera?, ¿qué nosotros muramos?, ¿de qué le sirve a Él nuestro sufrimiento? Entender bien estas preguntas nos aleja de un Dios cruel al que nuestra lógica parece empujada.

Lo primero que hay que decir es que Dios no quería la muerte de su Hijo, tampoco la nuestra. Si a Jesús lo crucifican, si el justo es apartado del mundo, se debe a que a otros “poderes”, ajenos al Evangelio, no les sienta bien la Buena Noticia. La coherencia, el amor a los últimos, reciben su castigo por motivos “mundanos”...

¡Pero ahí es donde emerge con fuerza la figura de un Dios justo, premiador del “fracaso” humano! El “fracaso” de apostar por lo “ilógico”, por lo “no rentable”. Dios entrega a su Hijo, mejor dicho, su Hijo se sumerge por el Padre en la “lógica del amor”, la que los hace Uno. Y ese amor, incluso a los enemigos, es la única manera, si lo vivimos, de reconciliarnos como raza humana.

Tal es la misión de Jesús: el Señor del Universo irrumpe en la historia e intenta reorientarla. Mientras nosotros nos empeñamos en el camino del odio y la violencia, Él perdona a quienes lo matan. Los primeros cristianos entienden muy bien ese gesto libre y gratuito, de coherencia (nunca de “necesidad” o predestinación). Se asombran ante un Dios capaz de morir por nosotros, a pesar de no merecerlo. ¡Lo admiran e intentan imitarlo!

Por nuestra parte, nadie nos exige “heroicidades” (no seguimos una moral de cumplimiento)... Pero si de veras apreciamos la infinita bondad del plan de Dios, nuestro corazón agradecido nos empujará a ser, a actuar como Él.

En eso consiste nuestra fe: en admirar a un Dios que puso la meta muy alta... que comprende y perdona nuestras debilidades, que predica con el ejemplo. Desde la muerte de Cristo, nuestra fe no se nutre en la ortodoxia, más bien en la ortopraxis. O, como afirma la primera carta de Juan, “quien ama conoce a Dios... en eso consiste, en que Él nos amó primero” (1Jn. 4, 7-11)

Profesores de Religión de la Diócesis

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