lunes, 14 de diciembre de 2015

Las confesiones de fe en el Nuevo Testamento

Cada curso, los profesores de Religión de nuestra diócesis dedican un buen número de sesiones a formase, a prepararse adecuadamente para desempeñar bien su trabajo. Son un colectivo de cristianos que viven su presencia en los colegios y en los institutos de la provincia como envío diocesano. Se sienten apóstoles en el mundo de la cultura, en la educación, y por ello intentan cuidar su ser y estar creyentes mediante el estudio y la reflexión. Fruto de sus reuniones formativas de este curso -a partir del libro Dios actúa en la historia II, Nuevo Testamento; (AAVV. Verbo Divino. Navarra, 2011)- compartimos en Iglesia en Palencia sus pensamientos y conclusiones. De esta forma, esperamos que su tarea docente se extienda a toda nuestra diócesis y que su formación teológica sea de provecho para todos.

Podemos pensar que el Credo, la formulación de fe que hoy recitamos en nuestras eucaristías siempre estuvo clara. Si echamos un vistazo a nuestra historia creyente, de más de 20 siglos, veremos que la “doctrina” ha surgido como consecuencia de un lento proceso de construcción.

Sin embargo, buscar las palabras adecuadas para expresar lo que creemos, no merma la experiencia de quienes vivieron la fe en Jesús desde el principio. El Nuevo Testamento nos da cuenta de un testimonio vivido con nitidez, de fórmulas sencillas pero llenas de pasión. Basta leer el libro de los Hechos, las cartas de Pablo y las apostólicas para confirmar que nuestra fe era expresada en sus orígenes “con el corazón en la mano”. Fue después, al contacto con el mundo grecorromano, cuando, en un intento por “hacerse entender”, se adoptan categorías “filosóficas”.

En ambos casos se tiene claro que el hombre Jesús, nacido de mujer, era el Mesías, el esperado por el pueblo elegido, el anunciado en las Escrituras. Pero también el Hijo de Dios, el enviado al mundo de manera universal, para judíos y gentiles... Se lo veía como el rechazado, el “fracasado”, el muerto en una cruz por amor a los últimos. Aunque por ese mismo sacrificio, era “elevado” por Dios Padre, resucitado, admirado por su generosidad y su abajamiento.

El himno a Filipenses (Flp 2, 5-11) supone un excelente resumen de la admiración que, como sus seguidores, sentimos por Él: “a pesar de ser Dios, se hace humano”... y asume la peor de las muertes, “una muerte de cruz”, para mostrarnos la grandeza de su amor; por eso Dios lo ensalza, “le concede el nombre sobre todo nombre para que toda rodilla se doble”. O sea, que el Dios Creador, el Dueño del universo, se pone al servicio de sus criaturas... sin dejar de ser señor. Un acto gratuito que cobra sentido si se cree en la resurrección. Un acto que los primeros cristianos reconocen e imitan.

Cambian las palabras, no los hechos. Si algo entendemos de estas primeros “credos” es que nuestra fe siempre fue narrativa, antes que discursiva. Y que emerge más de la admiración y el ejemplo que de la formulación semántica de una recta “ortodoxia”. 


 Profesores de Religiónde la Diócesis

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