viernes, 27 de marzo de 2015

La Cruz y nosotros

¿Qué tenemos que ver nosotros con la cruz de ese ajusticiado?

Dicen que un islámico le preguntó a un cristiano: ¿Por qué te arrodillas ante la cruz?
¿Adorarías tú el cuchillo con que mataron a tu padre?

¡Por supuesto que no! Pero no basta responder “no”. Hemos de aportar razones de por qué adoramos la cruz, que no deja de ser un instrumento de suplicio. Como serían más tarde el garrote vil, la guillotina o la silla eléctrica.

¿Creemos o no en la fuerza liberadora de la sangre de Cristo? ¿No nos sobrecoge la grandeza humana del que pende en la cruz del Gólgota?

Si la tierra que pisó Jesús, es Tierra Santa, con más razón podemos proclamar santa a su cruz.
¿Cómo podría ser la cruz una señal o símbolo malditos, si nos ha curado y devuelto la paz y la reconciliación?

Desde esta perspectiva, la cruz tiene mucho que ver con nosotros, los humanos.
Cristo es, además, desde el primer minuto de su pasión y muerte, el Inocente atropellado. Símbolo y personificación de todas las injusticias y atropellos perpetrados contra los buenos de este mundo. Así lo ven creyentes y no creyentes.

En la cruz de Jesús convergen los pecados de la humanidad, como los radios de una rueda confluyen en el centro.

Dicen las palabras proféticas de Isaías: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías y molido por nuestros pecados, el castigo que nos devuelve la paz cayó sobre él y por sus llagas hemos sido curados» (Is 53, 5).

En la cruz leemos las traiciones de los amigos. Las treinta monedas de Judas. Tribunales que pactan con ignominias. Sanedrines y pretorios. La inhibición del pueblo.

El abandono, en fin, de los suyos. Hay, sin duda, en todas las traiciones y abandonos un desvelamiento de la raíz última del pecado del hombre, en cuya entraña anida el rechazo a Dios. La entrega de Judas aterra. ¿Decepción? ¿Frustración, al ver que el Reino de Jesús no era el reino político y resistente al poder con que Iscariote, como buen guerrillero, había soñado? El hecho es este: Judas se cansa de Jesús. Y no le importa colaborar para quitarlo de en medio.

Las autoridades lo entregan sin escrúpulos. Jesús saca a la luz demasiados “intereses  creados”. El pueblo no le defiende. ¿Dónde están aquellos que le habían seguido de lejos y de cerca? ¿Donde se esconden aquellos a quienes Jesús había sanado? ¿Dónde, en qué rincón se ocultan, los que habían escuchado su palabra y, en ella, habían reconocido una especial autoridad, “no como la de los escribas y fariseos”?

Sus discípulos, ¿dónde se fueron? Lo han dejado solo. Pedro niega y reniega. Y los otros duermen. O no saben, no contestan. Andan desaparecidos en combate.

Solo unos pocos permanecen fieles: la madre del reo y algunos más.

La verdad es que el “Siervo doliente” de Isaías está ya preparado para el sacrificio. Tiene el rostro y las espaldas desnudos. Salivazos, bofetadas y latigazos caen implacables sobre su cuerpo. Burlas y afrentas, sin número. La cruz se yergue desnuda. La ocupará toda entera. Como los cristianos mártires de Siria, Irak y Egipto. Como tantos y tantos. Tampoco hay nada inexorable aquí. Hay un pecado, un crimen horroroso. ¿Y nosotros qué tuvimos que ver?

Mucho. Sobre todo, cada vez que atropellamos y condenamos. O nos inhibimos de la sangre de los inocentes, con los que se identifica el divino Reo.

Eduardo de la Hera

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