miércoles, 11 de febrero de 2015

Los nuevos inquisidores

Los inquisidores de todos los tiempos suelen tener la misma o parecida excusa para perseguir a supuestos disidentes. Dicen ellos con firmeza que hay que ser fieles a un conjunto de verdades que casi siempre suelen ser “sus verdades” (las de los inquisidores) y que casi nunca coinciden con las fundamentales verdades o la esencia de la fe que dicen defender. Esto es muy viejo en el rodar del mundo. A no pocas personas se las ha enviado al destierro (o a la hoguera) por incómodas, no por heréticas. Por ejemplo, a Santa Juana de Arco.

Los inquisidores miran con recelo (o sea, con el rabillo del ojo) a todo aquello que no florece en su huerto. Pero el huerto de los inquisidores suele ser pequeño, mezquino y no bien regado. Así que siempre andan enfadados, en parte porque ellos cosechan poco.

Suele haber inquisidores en todo tiempo y lugar. No sean ustedes tan ingenuos que los trasladen al siglo XIII o al siglo XVI. Entonces, los inquisidores quemaban herejes en nombre de Dios: un Dios al que ellos pretendían domesticar. Pero, claro, Dios se les escapaba por todas las rendijas, y aparecían místicos, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz, intelectuales y finos poetas como Fray Luís de León, a quienes amenazaban en nombre de la institución que defendían. A veces, los metían en la cárcel para tachar sus libros y castigar sus benditas osadías. Pero los supuestos herejes seguían, gracias a Dios, siendo fieles a sí mismos, a su conciencia reformadora o al genio religioso que Dios les había regalado. Al Papa Francisco, por ejemplo, algunos ya le miran con sospecha porque dice cosas inusuales en labios de un Papa o porque es “inoportuno”. Y es que la verdad y el evangelio en ocasiones lo son.

Los inquisidores suelen justificar sus acciones con el argumento de lo políticamente correcto. La excusa, aparentemente buena, es esta, siempre la misma: “Hay que extirpar un miembro gangrenado y peligroso para salvar el todo”.


Hoy, en el postmodernismo, pasa lo mismo con la política, la cultura o ciertas ideas. Las democracias tienen también sus inquisidores. Los que gobiernan en nombre del pueblo suelen hablar -¡cómo no!- del derecho de opinión, pero ellos excluyen sistemáticamente a discrepantes, críticos y transgresores del pensamiento único que quieren imponernos. Y es que, a veces, en política, lejos del bien del pueblo, lo único que prevalece son nombres, protagonismos e intereses. Y hay una cierta cultura imperante, inquisidora, y quien no entra por el aro de sus slogans es considerado hereje. Con esa peculiar hoguera que hoy se han inventado algunos: el silencio como condena y la ironía como desprecio.

San Pablo, el de corazón ancho y misionero, decía: «Hagamos la verdad en el amor» (Ef 4, 15). Lo que quiere decir: la verdad, si no se construye con una mirada amplia, con un corazón comprensivo y católico (o sea, universal), se nos queda reducida a una verdad pequeñita, que cabe en el frasco de las esencias, pero que sólo sirve para ser guardada en un armario donde el perfume se desvirtúa o se arrancia.

La “verdad en el amor” es la “verdad en el servicio”, la “verdad en la acogida respetuosa de todas las opiniones”. La verdad expuesta, sin descalificar a nadie.

Jesucristo, que hablaba de la verdad de Dios y de su Reino, trataba con judíos, elogiaba a samaritanos y alababa a centuriones paganos. Fue el pensamiento único el que llevó a Jesús a la cruz. Fariseos de la Ley y sacerdotes del templo coincidían en una cosa: el disidente es peligroso y es mejor represaliarlo para defender los intereses de la política, de cierta religión mezclada con soberbia o de la cultura imperante. 

Eduardo de la Hera

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