miércoles, 26 de noviembre de 2014

La duda del creyente

La duda del creyente no es pecado de incredulidad; es sencillamente el precio que tenemos que pagar por nuestra condición humana.

Cristo no rechaza por sus dudas a santo Tomás, el apóstol, sino que le invita a ser un buen creyente y cuida de él, cuando se presenta la dificultad. Tomás parece que huye, pero Jesús le busca y le cerca: «No seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27).

Los humanos hacemos caminos que, en ocasiones, se tornan oscuros. Y todo esto tiene un peaje, un tributo: la duda. El creyente a veces duda de su fe. Y hasta de Dios, término de su fe. Suponemos que los no creyentes, tal vez, duden también de su incredulidad. Por tanto, si optamos por la fe, sabemos que creeremos, a pesar de las dudas. Decía John H. Newman: «Un creyente es aquel que es capaz e soportar dudas y certezas».

La fe es certeza, pero tiene una dimensión oscura, ya que aún no poseemos ni vemos con los sentidos aquello que esperamos ansiosamente ver y poseer. Dice San Juan: «Somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado lo que hemos de ser...».

La fe siempre es un don muy personal, muy de cada uno. Es una opción, un salto audaz, una decisión que afecta a lo más hondo del ser humano. Ello no quiere decir que la fe sea mero subjetivismo. Somos “hijos de la luz”. Dios nos ha buscado primero. Pero compartimos sombras y hasta dudas con todos los humanos. Peregrinamos, aunque es de noche.

Por otra parte, “religión” no es lo mismo que “fe”. Ni todas las religiones se definen o se han definido como una “fe”. Las hay que se han definido como una Ley. Por ejemplo, los judíos del Antiguo Testamento veían su judaísmo como una regla de vida, aunque el acto de fe iba adquiriendo cada vez en ellos una preponderancia mayor. No en vano su padre era Abraham: incuestionable “padre de los creyentes”.

Los antiguos romanos ponían su religiosidad en la observancia práctica de unos determinados ritos y costumbres. El acto de fe en lo sobrenatural no era decisivo para ellos. Podía incluso no haberlo, y no por eso dejaban de ser infieles a su religión...

¿Y el budismo? Los budistas, en el silencio y la meditación, buscan el Absoluto de Dios. Pero no le ponen nombre. Ante el misterio callan. Los cristianos, sin embargo, decimos: “yo creo”. “¡Yo creo!” ¿Nos damos cuenta del atrevimiento de este “yo creo”? Introducimos nuestro “yo” más personal en esta afirmación atrevida. Por tanto la fe es algo personalísimo, íntimo, de cada cual. Y, además, no nos despojamos de la razón, cuando hacemos un acto de fe.

Chesterton decía aquella humorada de que para entrar en la Iglesia, hemos de quitarnos el sombrero, pero no la cabeza. Leemos, a veces, que, en otras épocas (por ejemplo, en la Edad Media) todo el mundo era creyente. ¡Cuidado! Había también mucho creyente externo, social, mucho “simpatizante”. ¿Todos habían interiorizado su fe?

Entre Dios y el hombre hay un abismo infinito. Los ojos del hombre sólo pueden abarcar lo que no es Dios. Dios es invisible para los hombres. Por eso decimos “creo”; si no, diríamos “yo sé”, “estoy seguro”, “lo he visto con los ojos de la cara”. Dios no aparece, no se hace evidente, visible o palpable a los sentidos de nuestro cuerpo. Por mucho que se ensanche el campo de nuestras percepciones, Dios es el inabarcable.

Por eso adviene la duda. Algo normal para quien hace camino en un túnel oscuro, aunque llevemos una lámpara en la frente. Como los mineros en la mina.

Eduardo de la Hera

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