miércoles, 17 de septiembre de 2014

¡Vámonos al pueblo!

Cuando hablo con los abuelos del barrio, aquí en Santa Marina, mi parroquia, enseguida me doy cuenta de quiénes nacieron en la ciudad de Palencia y quiénes vinieron de nuestros entrañables pueblos. Externamente no se nota; todos viven de sus pensiones. Pero si te acercas a ellos, enseguida lo adivinas.

Son bastantes los que nacieron y vivieron su primera juventud en un pueblo. Aquí llegaron, ellos y ellas, con el propósito de ganarse honestamente la vida. Y aquí se quedaron, aquí nacieron sus hijos, aquí han envejecido...

Las fatigas y trabajos de otras épocas, en inviernos y veranos, los recuerdan los abuelos como duras travesías por los mares de Castilla o como arduas escaladas por las montañas del Norte: “Los nietos no saben lo que cuestan las cosas” -te dicen- “y por malos que vengan los tiempos, no han de ser como los nuestros”.

Los abuelos todavía añoran la parcela, la casa y el huerto del pueblo. Vuelven en verano y festejan a su Virgen. O al santo patrono, que es como de la propia casa.

La torre de la iglesia y el sonido de las campanas suelen arrancarles emociones y lágrimas. Se resisten a dejar sus raíces aparcadas en el olvido. Sería tanto como perder algo de sí mismos. A veces, los veo solos sentados en un banco de la plaza, mirando pensativos hacia el suelo: “¿En qué piensa, abuelo?”. “Usted puede ver: pienso en nada y en todo”.

También hoy los jóvenes emigran. Pero ellos han nacido en la época del movimiento y del trasiego. Tal vez, el peaje que tienen que pagar por ir de un sitio a otro, sea menor. Los jóvenes han respirado aires y costumbres de casi todos los sitios. Viajan con mucha facilidad. Y traen en sus mochilas y en sus móviles fotos de todos los lugares del mundo. Pero cuando los abuelos eran jóvenes viajaban muy poco. El viaje más largo de algunos fue el que hicieron a la mili. Luego, se vinieron a trabajar a la Fábrica de Armas, al Ferrocarril, a la Construcción. Y aquí se quedaron. Ellas llegaron como empleadas de hogar o empleadas de cualquier comercio...

Salvo excepciones, uno ve que la vida del pueblo  evoca e inspira poco a los jóvenes. Enseguida se aburren. A no ser que trasladen sus usos y diversiones al recinto del huerto, la parcela y la bodega de los abuelos. No deja de ser curioso, cuando los sonidos del pueblo son como una prolongación de los ruidos y botellones de la ciudad.

Y oyes protestar a la abuela: “Pero, hijos, ni siquiera aquí podéis dejar los ‘cascos’ de la música; escuchad alguna vez a los pájaros...”.

Las vacaciones suelen ser el termómetro que mide los niveles de ansiedad que padecemos. Se tiene claro lo de “salir a la carretera”, huyendo de la rutina y del espesor de lo cotidiano. Pero, ¿se encuentra siempre en la playa o lugares de destino el relax que se busca? La vacación como “huida” (no como encuentro con nosotros mismos o con los demás) es otro de los aspectos de este desenraizamiento que padecemos. Moverse más, viajar mucho, no siempre equivale a descansar más. Pero los viajes compulsivos suelen estar relacionados con el desarraigo, fenómeno generalizado en esta época.

¿A quién puede extrañar que los abuelos rejuvenezcan, cuando llegan a la casa del pueblo? No sólo es por lo que significa para ellos volver a su casa. Miran al campo o a la piedra aquella que estuvo allí siempre, levantan los ojos hacia la veleta de la torre de la iglesia o hacia el corral derruido del pastor que ya murió, y se les humedecen los ojos.

No hacen falta demasiadas explicaciones. Este es su lugar de origen, y aquí quieren que les traigan a enterrar.

Eduardo de la Hera

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