domingo, 18 de mayo de 2014

¿De qué sirve...?

Dice un cuento oriental que Lakshmi, la diosa hindú de la fortuna, ofreció a un hombre ambicioso el trato más rentable que jamás se había concebido. El hombre, que era joven y muy, muy perezoso, aceptó sin dudar lo que juzgaba una feliz fuente de beneficios. El acuerdo consistía en que donaría a la diosa tantos años como quisiera a cambio de oro; la transacción se realizaba a razón de doce calderos de oro por cada doce meses de su vida. El inexperto comprador calculó su edad y prestó gustoso cinco años de su existencia como trueque. Al instante, aparecieron en su casa sesenta calderos de metal precioso. “¡Qué bien!”, se dijo, “tengo sólo 24 años y ya soy el hombre más rico del pueblo. Puedo casarme con la mujer más bella del lugar y mantener a mi prole sin necesidad de trabajar nunca más”.

Y así lo hizo: durante el año siguiente compró cuanto deseaba, eligió a la esposa más hermosa y concibió a un varón sano y vigoroso. Entonces, en la cima de sus ilusiones, la diosa Lakshmi volvió a tentarlo de esta guisa: “Sube montañas, surca mares... el mundo es más grande de lo que puedas imaginar. Viaja y comprende que toda tu dicha supone una isla diminuta en medio de un vasto océano”. “¿Y qué puedo hacer?”, replicó el aldeano. “El trato sigue vigente: ofréceme algunos años más y tendrás el triple, el cuádruple, diez veces más de lo que ahora gozas. Ya me conoces, cumplo mi palabra”. El joven echó cálculos y respondió: “Si hago lo que dices, seré viejo para disfrutar, o quién sabe si yaceré muerto; creo que me engañas”. “No te engaño”, respondió la taimada negociante, “tu familia y este pueblo te pertenecen. Otórgame el poder sobre los años de aquellos a los que mandas y te prometo que serás infinitamente rico”. “¿Puedo hacer eso?”, indagó él sin escrúpulos. “Puedes hacer cuanto te plazca”, le cebó la diosa. Entonces, el joven comenzó a restar años de su mujer, de sus siervos, de todo aquel que lo rodeaba, ¡y hasta restó algunos días de su pequeño! Aparecieron calderos repletos de riquezas en todos los lugares de su palacio... y para albergar toda su fortuna tuvo que construirse otras casas, y conquistar otros pueblos. Y a medida que se ensanchaban los lugares por donde depositaba su fortuna, la gente de esos lugares menguaba en años y en espacio... y se veía obligada a vivir más deprisa. Y pronto, muy pronto (en el tiempo de los dioses) su fastuosa morada se vio rodeada de gentes ancianas, famélicas y malhumoradas por el agotamiento.


Sintió que salvo su reducto, el resto del mundo se había convertido en un lugar feo e insufrible, incluida su familia que había perdido su juventud y su belleza. Murió su mujer, murió su hijo, y toda su compaña languidecía de muerte y de tristeza. El ambicioso se quejó amargamente a Lakshmi por el resultado de su acuerdo: “¿Qué has hecho? Quiero que devuelvas la vida y el tiempo a toda la gente que amaba”. “Creo que te equivocas”, repuso la divina, “soy guardiana de la fortuna, no de la vida. ¿Realmente amabas?”. “¡Te daré lo que desees!”, insistió el hombre, “¡todas mis riquezas!”. Lakshmi clausuró: “Aunque me las dieras, nadie puede frenar las arenas del tiempo, ni siquiera yo. El daño está hecho”. Y cuentan que aquel joven, con el fin de atrapar el tiempo, fundió todo su oro e hizo un gran reloj de arena, y depositó un grano de arena por cada hora robada a sus semejantes. Mas no hubo arena suficiente para llenarlo porque otros que habían seguido su ejemplo construían relojes idénticos en muchos lugares con el fin de aplacar sus conciencias.

“¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida?” (Mt 16, 26)

Asier Aparicio Fernández
Pastoral Social

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