martes, 22 de octubre de 2013

La puerta del infierno

El infierno es cerrarse al amor. A todo amor. Y así, un día y otro. Llegar al final de la vida con las manos vacías: esto es el infierno. Enclaustrados en el egoísmo más feroz, perder a Dios que es Amor. ¿Les parece poco infierno vivir y morir así? Resulta que Dios nos crea para amar, y podemos caer en la fosa del desamor...

¿Cómo ocurre esto? Al ser humano le puede ocurrir de todo. El infierno de Dante no es sólo un sueño literario; es el estado real de quien eligió un camino. Dante puso una gran leyenda a la puerta del infierno: “Abandonad toda esperanza los que aquí habéis llegado”. Dios no es responsable de lo que libremente hayamos elegido. Recuerden Mateo 25.

El desamor no es odio, es algo peor. Quien odia es porque, tal vez, ha amado, pero no ha sido correspondido. O porque siente su orgullo herido. El desamor es otra cosa; es tener el corazón seco. ¿Y por qué? Porque ni se cree ni se valora ni se siente uno atraído por nada. Ni por Dios ni por nadie que no sea el propio yo. Esto es ya el infierno aquí, en el mundo. Y si culpablemente se persiste en este estado de cosas, también lo será allá.


El infierno es perder a Dios que es Amor y nos llama a amar. Es la única desgracia. Lo demás son cruces; pero las cruces, llevadas con amor, tienen un sentido de redención, de esperanza, de acercamiento al que llevó su cruz y subió a ella con y por amor. Las cruces tienen sentido. El desamor, no, porque estamos hechos para amar. Y perder aquello para lo que estamos hechos, ¿no es acaso una desgracia? La salvación es gracia; la condenación, des-gracia.

La reina de la Atlántida, Antinea, gobernaba su reino, escondido en el desierto del Sahara. Un día, dos exploradores perdidos encontraron por casualidad el escondite de la gran señora Antinea. En realidad, ella vivía muy por debajo del desierto. Tenía su residencia en el fondo del mar. Las reinas mitológicas son así, y a nadie extraña.

Esta historia de la Atlántida, basada en la celebérrima novela de Pierre Benoit, ha conocido en el mundo del cine muchas versiones. La que más me gusta es la de Georg Wilhem Pabst, un clásico director de cine alemán. En su película, las luces y las sombras del expresionismo se trasladan a las arenas del desierto, para contarnos una historia de amor que ni siquiera es pasión. Es la historia de esta pobre mujer, Antinea, reina y desgraciada, condenada a no conocer el amor. Este era su terrible secreto. Y también, su castigo, su infierno. Lo demás, es la aventura de todos aquellos que se acercaban, sugestionados por el misterio de su belleza. Al final, quedaban convertidos en estatuas de sal, prisioneros de la red de esta extraña y fascinante dama, que, como una gigantesca araña, atrapaba a los ingenuos adoradores del sexo. Las extenuantes imágenes de las dunas infinitas, el sol abrasador, el sutil juego de miradas, los diálogos escasos pero precisos, todo contribuye a crear una obra casi maestra de este director de cine poco común.

Antinea no amaba, aunque fascinaba. Ella no era el infierno; pero conducía al infierno a los que, atraídos por su carnal belleza, caían en la trampa de pensar que podían ser correspondidos. Ella, como los seres fatales, conducía a la desesperación y a la nada.

“Quien no ama permanece en la muerte” (1ª Jn 3,14). Y puede conducir a otros a la peor de las muertes: perder el horizonte para el que Dios nos creó.

Así de sencillo. Así de terrible. El estado de autoexclusión (libre y voluntaria, culpable por tanto) de la comunión con Dios y con los hermanos tiene un nombre: “infierno”.

Eduardo de la Hera

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