miércoles, 19 de junio de 2013

¿La corrupción reside en el ADN humano?

No sé qué dispositivo o pieza se le ha averiado a la maquinaria de nuestra sociedad que nos desayunamos a diario con historias de pícaros, corruptos y honorables mafiosos: o sea, historias de delincuentes que lucen corbata y traje bien planchado. Son historias que nos traen a la memoria aquella obra de teatro -¿recuerdan?- de Jardiel Poncela, “Los ladrones somos gente honrada”. Total, que lo que antes se leía en las novelas, ahora nos lo sirven calentito, crujiente y a diario en la mesa de la actualidad.

Se ha desencadenado un pavoroso “todo vale”, y funciona de maravilla el relativismo moral: el mismo que a no pocos lleva a pensar que todo está permitido con tal de que no te “pillen con las manos en la masa”. ¿Y la conciencia? ¿Qué fue de la conciencia? La conciencia -dicen los posmodernos- es un escrúpulo puritano, propio de épocas atrasadas, oscuras y poco emancipadas.
La conciencia -dicen ellos- es como esa piedrecilla, que se te cuela en el zapato y que no te permite andar con comodidad. Lo que tienes que hacer es arrojar el escrúpulo que te incomoda, y ya está. Aparcas eso que llamaban antes “conciencia”, y que te acusaba cuando obrabas mal, y ya puedes avanzar millas. Tantas, como aguante tu cuerpo en el camino. Total, la conciencia puede durar lo que el individuo aguanta consciente. No muchos años. Y si el arzheimer nos ataca prematuramente, la conciencia dura todavía menos.

Pero, en todo caso, si la conciencia te protesta, los postmodernos tienen un maravilloso recurso y te dan un consejo: la amordazas o anestesias para que puedas dormir mejor y ¡ya está!

Ha dicho el escritor Eric Frattini (autor de “La lenta agonía de los peces”) que “la corrupción está en el ADN de los seres humanos”. Algo así como si naciéramos fatalmente proclives a la corrupción. No estoy de acuerdo con Frattini.

Es verdad que, cuando venimos a esta tierra, no venimos a una “tierra de nadie”: otros han hecho antes las guerras, otros han sembrado el mundo de cardos y espinas. Todo esto es verdad. Pero hay que decir que no nacemos en una charca sucia de la que no podamos librarnos. Dios nos ha dotado de libertad y nos ha regalado la luz de la razón, además de señalarnos por medio de Cristo un camino a seguir. Tenemos también el precepto moral que nos avisa y nos dice: “por ahí no vayas”. A pesar de todo, preferimos muchas veces jugar con fuego y pisar las líneas rojas. No estamos, pues, predeterminados a hacer el mal, aunque seamos débiles. El mal no está en el ADN.

Dios hizo de suyo un mundo bueno -dice el Génesis. Es el hombre el que, mal aconsejado, pervierte la luz de la razón. Le volvemos la espalda al Padre Dios, porque pensamos, en nuestra equivocada soberbia, que así podremos ser más libres. Como el hijo aquel de la parábola, equivocamos el camino. Lo hicieron antes Adán y Eva.

La verdad del “pecado original” no equivale a creer que Dios nos ha hecho de tal manera que todos nacemos con un “defecto de fábrica” y condenados irremisiblemente a la corrupción. No, mil veces. Nuestro barro es un barro limpio (valga la paradoja). El barro es moldeable y hermoso en sí mismo. Nuestro barro no está irremisiblemente condenado a formar una charca maloliente. Podemos y debemos elegir...

Basta con que escuchemos la voz de Dios, cuyo eco nos devuelve una conciencia bien formada. Solo así las “historias de corrupciones” (historias para no dormir) podrían convertirse en “historias ejemplares”.

Eduardo de la Hera


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