viernes, 8 de febrero de 2013

Del Dios aprendido al Dios vivido

La experiencia más humana es la del amor en todas sus facetas y dimensiones. Y también la experiencia o vivencia de Dios que es Amor. ¿Recordáis, los mayores, cuando éramos chavales e íbamos a la escuela?

Teníamos una vieja enciclopedia, en la que cabía todo: matemáticas (entonces se decía “aritmética”), geometría, historia, lengua (o gramática) y hasta la historia sagrada. Todo cabía en aquella bendita enciclopedia, sobada y resobada, que pasaba de unos hermanos a otros, incluso de hermanos a primos, y que todavía, tal vez, duerme, olvidada en algún rincón oscuro y entrañable de la vieja casa del pueblo.

Y teníamos, también -¿recordáis?- un catecismo, mucho más viejo en sus formulaciones que la enciclopedia: era el Astete o el Ripalda (según lugares). Un viejo catecismo que había que aprender y recitar de memoria para hacer la primera comunión. Hasta se otorgaba premio a los privilegiados de la memoria. Un catecismo donde las verdades de la religión y de la moral católica estaban perfectamente delimitadas y definidas. Eso sí, en un lenguaje un tanto extraño y complejo para los niños...


“¿Quién es Dios?” -se nos preguntaba. Y contestábamos: “Lo más grande que se puede decir ni pensar: Un Señor infinitamente justo, poderoso, que premia a los buenos y castiga a los malos”. Algunos con humor decían: “Que castiga a los malos y a los buenos, si se descuidan”. Así es como crecimos, aprendiendo a definir o a explicar a Dios (¡santa ingenuidad la nuestra!) Pero nos enseñaron a hablar con Dios, a contar con Él en la vida, y esto es lo más importante...

Los grandes teólogos (de ayer y hoy) ante esta pregunta, “¿quién es Dios?”, han inclinado humildemente la cabeza, y han respondido: “No sabemos”. Santo Tomás decía: “De Dios es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos”. Y San Agustín, parafraseando al Antiguo Testamento, repetía: “¿Quién puede encerrar en un vaso toda el agua del mar? ¿O quién puede meter en un cesto toda la arena del desierto?” ¿Quién puede explicar la inmensidad de Dios?

Pero si, para llegar a Dios, hay caminos largos, dificultosos y empinados, como es el de la inteligencia, también los hay más cortos y sencillos de recorrer: por ejemplo, el camino del corazón, el de la experiencia amorosa. “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). “Y quien no ama, no conoce a Dios”. (Íbid.). Por tanto quien ama de verdad, no anda lejos de Dios. Dios es Alguien gratuito, generoso sin límites, Amor a fondo perdido...

Hoy día, te encuentras con hombres y mujeres, a quienes se les hace difícil creer en el amor, entendido como entrega generosa, como relación interpersonal, como comunicación profunda y sincera. No como acoplamiento circunstancial o como fruto apetecible de corta temporada. Tal vez, por esto les cuesta más creer en Dios. Hemos de comprender a los que han sufrido demasiados desengaños o fracasos familiares y sociales, a los que han recibido duros golpes en su vida de pareja o con los demás, y ahora les cuesta rehacer su vida y seguir creyendo en todo eso que la palabra “amor” significa y expresa: lo más bello, hondo y profundamente humano.

Refiriéndonos a Dios, mejor es tratar con Él, experimentarlo en lo más hondo de nosotros y descubrirlo en la complejidad del mundo, en la densidad de la vida, que estudiarlo, que tener muchas cosas de Dios en la cabeza (o en el ordenador) para después olvidarnos de lo aprendido, y vivir de otra manera, al margen de lo que Dios como Padre significa y es para sus hijos.

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