domingo, 24 de febrero de 2013

Creo en la Iglesia

Jesucristo fundó la Iglesia. Para que su mensaje y su obra de salvación llegase a los hombres de todas las épocas y de todos los pueblos, Jesús eligió de entre sus discípulos a doce varones, como doce varones habían sido los doce hijos de Jacob, para inaugurar en el mundo el nuevo pueblo de Dios, el Israel definitivo: la Iglesia. Nos dice el evangelista San Marcos: «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3, 13-15). Estos discípulos privilegiados le acompañaron durante su vida pública, fueron testigos de sus palabras y obras y, finalmente, de su muerte y resurrección. Antes de subir al cielo, Jesús les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc 16, 15-16). A uno de ellos, Simón, hijo de Jonás, le cambió el nombre por el de Pedro y le hizo fundamento visible de su Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 18-19). La misión de Pedro, por lo tanto, será la de representar a Cristo en la tierra y confirmar la fe de la Iglesia, el pueblo de Dios.


La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. El concilio Vaticano II dedicó uno de sus documentos más importantes, la constitución dogmática Lumen Gentium, a explicar al hombre de hoy la naturaleza y misión de la Iglesia en general y de las distintas funciones de sus miembros. En el primer número de esta constitución podemos leer: «la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». En estas dos líneas está resumida la misión universal de la Iglesia: ser el instrumento de unión de los hombres con Dios y, como consecuencia, de la unidad de todos los hombres entre sí. Por ella, los hombres pueden conseguir su plena unidad en Cristo.

La Iglesia, según nos explica San Pablo, es el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo ya no se puede separar de su Iglesia, y la Iglesia ya no puede separarse de Cristo, la Cabeza de ese Cuerpo: «Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Cor 12, 12-13). La imagen del cuerpo y sus diversos miembros revela la realidad más honda de la Iglesia: la unión de los creyentes con Cristo y la mutua unión entre los creyentes. Es el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, quien produce esta unidad.

La Iglesia nos une a Cristo, vid verdadera. San Juan nos ofrece otra bella imagen de la comunidad de vida con Jesucristo y de los creyentes entre sí: la vid y los sarmientos. «Permaneced en mí y yo en vosotros... Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 4-5). Refiriéndose a este texto, el Papa Benedicto XVI comentó: «La Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía /.../ En este mundo, él continúa viviendo en su Iglesia. Él está con nosotros, y nosotros estamos con él /.../ Permanecer en Cristo significa permanecer también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En esta comunidad, él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y nos ofrecemos protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la Iglesia de todo lugar y de todo tiempo, con la Iglesia que está en el cielo y en la tierra. La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid /.../ Así la Iglesia es el don más bello de Dios» (Benedicto XVI, 22.08.2011).

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