domingo, 20 de enero de 2013

“Abba”, el Dios de Jesús

El nombre de Dios. Dios, al salir al encuentro del hombre para hacer una Alianza con él, -la Alianza del Antiguo Testamento-, llamó a Moisés para que librara al pueblo de Israel, esclavizado en Egipto, y reveló su nombre desde la zarza ardiendo, en el monte Horeb. En el libro del Éxodo podemos leer: «Dios dijo a Moisés: “Yo soy el que soy; esto dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envía a vosotros”. Dios añadió: Esto dirás a los hijos de Israel: El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahám, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre. Así me llamaréis de generación en generación» (Ex 3, 14-15)
 
En hebreo, “Yo soy” se escribe sin vocales, con las cuatro letras sagradas “YHWH”, que se pronuncian generalmente “Yahveh” y que se traduce como “Señor”. Era tal la veneración que los israelitas tenían por el nombre de Dios, que, con el paso del tiempo, llegó incluso a prohibirse pronunciar el nombre divino, sustituyéndose por “Adonay”, que también puede traducirse como “el Señor”. Tan sólo el sumo sacerdote pronunciaba una vez al año el nombre divino “Yahveh”, para implorar el perdón de los pecados del pueblo, el día de la Gran Expiación (Yom Kippur). Incluso, todavía hoy, los judíos piadosos no se atreven a pronunciar el nombre divino y en sus escritos religiosos dejan en blanco el espacio donde debería aparecer su nombre. El mandamiento “no tomarás el nombre de Dios en vano” se llevaba así hasta sus últimas consecuencias. 

“Abbá”, en labios de Jesús. Pero en los evangelios, siempre que Jesús se dirige a Dios, aparece el nombre de “Padre” o “Padre mío”. Jesús no se refería a  Dios como “Yahveh”, ni siquiera como “Adonay”. El evangelista San Marcos nos ha dejado incluso la forma original aramea, la lengua en la que hablaban los judíos de su tiempo, con que Jesús se refería a Dios. En la oración de Jesús en el huerto, horas antes de su pasión, el Señor se dirige a él llamándole “Abbá” (Mc 14, 36), que es la forma como los niños pequeños llaman todavía hoy a su padre y que podría traducirse en castellano como “papá”. Esto constituía evidentemente una novedad y hasta casi una provocación para aquellas gentes, pues dirigido a Dios sonaba irrespetuoso. Ahora bien, llamándole así, Jesús se manifestaba como “Hijo de Dios” y expresaba su relación con Dios Padre como la de un niño que se dirige con todo cariño hacia su padre en la tierra.

En esta forma de llamar a Dios “Abbá”, se deja entrever, por lo tanto, el misterio de la persona de Jesús de Nazaret. La relación que él tiene con Dios, su Padre, no tiene igual con la de los demás hombres. Él es el Hijo de Dios y, por eso, conoce verdaderamente quién es Dios y así puede comunicar a los hombres cómo es Dios y su voluntad de salvarnos. Jesús nos comunica siempre la “palabra de Dios”, que es él mismo. 

Padre nuestro. Nunca Jesús, cuando está con sus discípulos, se refiere a Dios llamándole “nuestro Padre”, incluyéndose a él y a sus acompañantes en un mismo nivel. Cuando, tras su resurrección de entre los muertos, se aparece a María Magdalena, le transmite este mensaje: «Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y al Dios vuestro”. María al Magdalena fue y anunció a los discípulos: ‘He visto al Señor y ha dicho esto» (Jn 20, 17-18).

No obstante, Jesús, cuando estaba con sus discípulos, les enseñó a rezar a Dios, llamándole también “Padre” (Abbá). Es la oración del “Padrenuestro”. Pero, hay una diferencia muy importante entre la invocación “Padre” en labios de Jesús y la invocación “Padre nuestro” cuando nosotros lo recitamos. Jesús habla a Dios como Padre, porque es y se siente Hijo de Dios por naturaleza. “De la misma naturaleza que el Padre”, decimos en el Credo. Él es el Hijo eterno de Dios, igual a Dios. Nosotros, en cambio, podemos llamar a Dios “Padre”, padre nuestro, por gracia de Dios, que nos adopta como hijos por puro amor suyo hacia nosotros. Somos hijos adoptivos de Dios. Por eso también nosotros, aún sin merecerlo, también podemos llamarle “Padre” y tener con él las relaciones de amor y confianza como las de un niño con su padre o con su madre. 

“Abbá” en la Iglesia primitiva. Los primitivos cristianos, siguiendo el ejemplo de los primeros discípulos de Jesús, comenzaron ya desde el principio a rezar a Dios invocándole como “Padre”, a impulsos del Espíritu Santo. San Pablo, en su carta a los Romanos, ya nos transmite esta costumbre: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues, no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”» (Rom 8, 14-15). Lo mismo dirá en la carta a los Gálatas: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 6-7). Por eso, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos, también nosotros continuamos rezando el “Padrenuestro”, como la oración propia de los hijos de Dios que somos como don divino.

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