domingo, 18 de noviembre de 2012

El Hombre y el Pecado Original

Nos encontramos con dos situaciones diferentes de la condición del ser humano: el hombre, varón y mujer, tal como fue creado por Dios, y el hombre caído, tras apartarse de Dios los primeros progenitores de la historia de la humanidad. La gracia de Dios en la Creación aportaba al hombre ser libre y tener control sobre sus acciones. Obedeciendo a Dios en el “paraíso terrenal”, el hombre era dueño de sí y señor del mundo. Estaba destinado a una relación de amistad con Dios, que le proporcionaría felicidad y eternidad. Pero, según nos dice la Revelación de Dios en la Biblia, las relaciones con Él se desordenaron. El hombre no obedeció a Dios, quiso ser señor por sí mismo y reclamó el mundo como propiedad suya. Desde ese momento, la historia de la humanidad quedó marcada por la culpa originaria y por la perturbación que en el hombre y en el mundo introduce.
 
El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que es capaz de conocer y amar libremente a su propio Creador. Es la única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que llama a compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor. El hombre, en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, de darse libremente y de entrar en comunión con Dios y las otras personas (Cat. 66).
 
El hombre y la mujer han sido creados por Dios con igual dignidad en cuanto personas humanas y, al mismo tiempo, con una recíproca complementariedad en cuanto varón y mujer. Dios los ha querido el uno para el otro, para una comunión de personas. Juntos están llamados a transmitir la vida humana, formando en el matrimonio «una sola carne» (Gn 2, 24), y a dominar la tierra como «administradores» de Dios (Cat. 71).
 

Al crear al hombre y a la mujer, Dios les había dado una especial participación de la vida divina, en un estado de santidad y justicia. En este proyecto de Dios, el hombre no habría debido sufrir ni morir. Igualmente reinaba en el hombre una armonía perfecta consigo mismo, con el Creador, entre hombre y mujer, así como entre la primera pareja humana y toda la Creación (Cat. 72).
 
Pero, el ser humano, en su condición actual, es frecuentemente para sí mismo un misterio desconcertante. El Concilio Vaticano II planteó acertadamente esta condición ambigua del ser humano al decir: «Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (GS 10).
 
El hombre y la mujer, creados por Dios para vivir felices con él, quisieron vivir al margen de Dios, no obedeciendo sus mandatos, ni aceptando su condición de criatura. Es el llamado pecado original de nuestros primeros padres, Adán y Eva. El capítulo tercero del libro del Génesis nos narra cómo el pecado rompe la solidaridad y la armonía del ser humano, introduciendo además una serie de desequilibrios, expresados mediante la vergüenza por estar desnudos, el temor a Dios, la fatiga del trabajo... En la historia de Adán y Eva se condensa la historia de toda la humanidad. El drama de la primera pareja representa, en cierto modo, el de todos los seres humanos.

El Compendio del Catecismo, en el número 78, anticipa ya el plan de salvación del hombre caído, que Dios preparó para el ser humano: “Después del primer pecado, el mundo ha sido inundado de pecados, pero Dios no ha abandonado al hombre al poder de la muerte, antes al contrario, le predijo de modo misterioso en el «Protoevangelio» (Gn 3, 15) -que el mal sería vencido y el hombre levantado de la caída. Se trata del primer anuncio del Mesías Redentor. Por ello, la caída será incluso llamada feliz culpa, porque «ha merecido tal y tan grande Redentor» (Liturgia de la Vigilia pascual).

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