miércoles, 12 de septiembre de 2012

Diagnóstico: “ortodoxia aguda”

Había una vez un clérigo bueno y trabajador. Entregado a la tarea que sus superiores le habían encomendado. Don Nicanor, que así se llamaba el párroco de los Álamos de Arriba (y cuatro pedanías más), conocía, como viejo pastor, a sus ovejas. Y las ovejas, rebaño condescendiente, le conocían a él. Llevaba mucho tiempo en su parroquia. Cumplía con los deberes de celebrar misa dominical (y hasta diaria), de bautizar (cada vez menos), de casar (poco, a decir verdad) y de enterrar (con mucha frecuencia). Pero visitaba a los enfermos y ayudaba a los pobres...

Sus feligreses le respetaban, porque Don Nicanor “cumplía como cura”, y no se enfadaba, sobre todo cuando la conversación giraba en torno a temas cotidianos, triviales, intrascendentes. Tampoco, cuando hablaban de fútbol en el viejo teleclub del pueblo. Pero ni siquiera, cuando se hablaba de política, tema que cada vez encendía más a la gente. Don Nicanor, sin embargo, ponía el grito en el cielo, cuando alguien explicaba de “otro modo” las cosas de Dios. No lo podía aguantar. “¡En esto yo soy el especialista, y tu te callas, ya que no entiendes; advierte que no dices más que herejías!” -apostillaba siempre don Nicanor. “Es mi deber -decía- guardar y hacer guardar la ortodoxia religiosa de mi pueblo”.

Y es que el viejo e insobornable cura, desconfiaba de la ortodoxia de la feligresía. ¿Cómo iban a estar en el camino de salvación, si habían olvidado el viejo catecismo? Más aún, algunos ni lo habían aprendido. Ya nadie sabía distinguir bien las tres divinas personas en el dogma de la Santísima Trinidad. Ya nadie repetía de memoria los sacramentos. Pero es que ni siquiera los mandamientos. “Señor, Señor, ¿qué va a ser de ellos? Por no hablar de los jóvenes que confunden todo: les da lo mismo Poncio Pilato que Caifás”. Es lo que él decía: “Pero, hombre, por lo menos que sepan que el monte Tabor no está al lado del Everest”.

Un día, un compañero cura, en el círculo mensual de estudio, osó decir que lo importante era inculcar “actitudes cristianas” en el corazón de los niños. “¿Y eso que es?” -preguntó airado don Nicanor. ”Esto es -dijo con firmeza el osado compañero- que importan menos, en la catequesis de los pequeños, las solemnes definiciones de los concilios que la vida sencilla, evangélica y los valores cristianos”. Y añadió, para no desairarlo del todo: “Sólo, después, importarán los conocimientos religiosos o las teologías en formato infantil para mentes en desarrollo”.

Lo dijo, sin duda, con buena intención, para que don Nicanor sufriera menos por lo de la “ortodoxia teológica”. Y hasta el joven colega le aconsejó que empezara a contar a sus fieles esas parábolas sencillas en las que Jesús habla de cómo es el corazón de Dios para con los pecadores: las parábolas de la misericordia...

¡Santo Dios! -pensó don Nicanor- Aquel sacerdote había sido contagiado, sin duda, por las corrientes más agresivas de la posmodernidad. Y don Nicanor no desplegó más los labios. Ya no dijo nada, porque no quería conflictos. Pero, una noche, algo se le alborotó interiormente. Y no fue precisamente la cena que le sirvió, puntual, su “fiel doméstica” (como él decía). Al día siguiente, don Nicanor fue encontrado muerto en la cama. El médico del pueblo le diagnosticó, como a todos, “paro cardiaco y colapso respiratorio”.

Pero los más avisados supieron pronto que había muerto de algo no registrado en los manuales de medicina: un ataque de “ortodoxia aguda”.

Eduardo de la Hera Buedo

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