domingo, 9 de octubre de 2011

Con el Domingo a cuestas

El domingo es la primera fiesta cristiana y durante mucho tiempo la única. La comunidad primitiva después de Pentecostés, impulsada por el Espíritu y guiada por los apóstoles, comenzó a celebrar este día con clara intuición del cambio que se había efectuado en ellos. Así lo descubrimos en la primera carta a los Corintios (16, 1), el libro de los Hechos (20, 27), en la Didaché (14, 1), el Apocalipsis (1, 10), la Apología de san Justino... La razón fundamental es que el domingo celebramos la resurrección de Jesús, al amanecer del “primer día de la semana”, que computado al modo judío, es el que sigue al sábado.

Cada domingo es una Pascua en pequeño. Ya que la Pascua del Señor es el centro, la cumbre y la fuente de la historia de la salvación. Es el día que anuncia y simboliza la Parusía: “Cada vez que coméis este Pan y bebéis este Cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 26).


El beato Juan XXIII, en su famosa encíclica “Pacem in terris”, decía “Es un derecho de Dios exigir al hombre que dedique al culto un día de la semana en el cual el espíritu, libre de las ocupaciones materiales, pueda elevarse y abrirse con el pensamiento y con el amor a las cosas celestiales, examinando en el secreto de su conciencia, sus deberes hacia su Creador”. [nº 252]

Posiblemente, en este momento, una de las más importantes tareas cristianas sea la de devolver al domingo su carácter sagrado y litúrgico. Devolución que entrañará dos fases: retomar nosotros mismos el carácter sacro propio de este día; y procurar que los más cercanos también lo comprendan, lo asuman y lo vivan.
EZCA

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